Enrique Lommi: Crónicas de un artista

El Maestro Lommi, otrora Primer Bailarín del Teatro Colón, nos contó algo de su historia, en la que la danza fue más una sorpresa que un plan.

lunes, 15 de julio de 2013 | Por Maria José Lavandera

Enrique Lommi es uno de los bailarines argentinos más brillantes de nuestro país. Marido de la maravillosa Olga Ferri, ambos fueron parte de la generación de oro que transformó el Ballet Estable del Teatro Colón a fines de los años ’40. Fue Primer Bailarín de dicho coliseo, director del cuerpo de baile y maestro junto a Olga en su estudio, uno como pocos, de clases rápidas, profundas e histriónicas. Fue un intérprete excelso, que transformaba la danza en una herramienta para hacerse de los personajes que encarnaba con una solvencia y ductilidad que siempre maravilló hasta a los críticos más exigentes: “Yo no necesitaba ser el Primer Bailarín para destacarme en muchas cosas. Por ejemplo, en Hamlet yo hacía el rey. En Otello, Yago. Siempre me dieron crédito los críticos por mi trabajo de interpretación. En mi casa yo ponía la música de la ópera Otello, de Verdi, y hacía los gestos como si estuviera cantando. Cuando bailaba, no tenía que cantar, pero interpretaba del mismo modo”, contó a REVOL.

La danza llegó a él casi por una casualidad. Es apasionante escuchar cómo, casi sin querer, ella se fue adueñando del artista que, sin duda, llevaba adentro. Con una historia llena de giros inesperados –hijo de inmigrantes italianos de principios del siglo XX, fue capataz en una fábrica durante su adolescencia-, este bailarín fue tomado por sorpresa –quizás por necesidad- por esta disciplina.

El pasado 1° de julio cumplió nada menos que 91 años. Con una sonrisa simpática y la mirada pícara, sus relatos, plenos de humor y detalles, fueron convocando un escenario lleno de personajes – los de su extensa vida-. En fin. Un artista enorme. Aquí nuestra entrevista homenaje:

R: ¿Qué lo motivó a ser bailarín?

E: Mirá que es largo…

R: No importa, Maestro…

E: Creo que es interesante porque la vida misma me llevó a ser bailarín. Mi salud, mis necesidades. Yo vengo de un padre al que le gustaba mucho la lírica, el canto y que nació en un pueblo de Italia, de la provincia de Piacenza: Fiorenzuola d’Arda. Cerca de esa estación había otro pueblito, que se llama Roncole, donde nació Giuseppe Verdi. Así fue que mi papá se hizo hincha de Verdi. Verdi llegaba con su carroza de cuatro caballos de Roncole a Fiorenzuola d’Arda y mi papá me decía que él lo corría, entonces Verdi le daba la valija y él así lo acompañaba hasta la estación de tren. Le daba un beso, lo acariciaba y mi papá se iba contento corriendo para su casa. Así él se entusiasmó y empezó a estudiar canto. Sus padres lo mandaron a Milán. Pero lo tuvieron que operar tres veces y no podía cantar mucho. Siguió estudiando primario y secundario, se recibió de licenciado en materias alimenticias a los 21, 22 años. Y cuando se recibió, de la Argentina le ofrecieron un trabajo. Fue nombrado capataz del frigorífico La Blanca, que era inglés. Acá se instaló mi papá, entonces, y tuvo su familia. Cuando yo tenía trece años, lo escuchaba cantar a papá, aunque después se enfermaba siempre. Terminé el primario y para esa época, él tenía pensado mandarme a una secundaria, pero no había plata. En eso, se instaló en Florida la empresa «La Hidrófila Argentina». Estaban tomando gente y muchos italianos. Toda la maquinaria venía de Milán, donde mi papá había estudiado. Se conectó con un hombre de esos pagos, y le ofreció que yo comenzara a trabajar ahí; le dijeron que me iban a tratar bien, que aprendería un oficio. Me pusieron de asistente de un italiano milanés de mameluco amarillo. Me hablaban en italiano, yo no entendía nada, pero yo les decía que sí (risas). La cuestión es que igualmente aprendí rápido. Tal es así que entre siete y ocho meses después, hablaba como italiano. Hasta que llegué a los dieciséis años. Este hombre, ya gerente de la empresa, un día me manda a llamar. Me siento y empieza con su perorata en italiano, diciendo que en Argentina no se podía montar una industria porque nadie sabía trabajar. En Italia, el estudio de los oficios era muy importante y aquí no existía eso todavía. El caso es que él quería que yo fuera capataz de una sección de la fábrica. Yo hacía poco más de tres años que estaba trabajando. La única advertencia que me hizo fue que fuera cuidadoso con las chicas (risas), porque había muchas ahí. Tenía veintisiete chicas a cargo y tenían que andar bien conmigo, porque si se les paraba la máquina, no ganaban un centavo. Yo les ayudaba a arreglar todo, tenía mano para todo. En un año y medio había ayudado a montar 120 telares, por eso tenía experiencia. Era una sección que caminaba muy bien, todos ganaban bien, estaban contentos. Seguí trabajando bien, pero en un momento empezó a agarrarme asma. En seguida tuve que hacerme estudios de todo tipo durante un año. Yo ya tenía diecisiete. El médico me dijo que estaba muy sano, pero que me había dado alergia. Le pregunté cuál era la solución a mi problema y me dijo que piense en salir de la fábrica. Cuando llegué a casa y le dije a mi papá, estaba triste, porque había logrado una buena posición. Aunque es cierto que trabajaba trece horas por día.

R: ¿Y la danza cómo llegó?

E: Resulta entonces que yo tenía un hermano que trabajaba en el Teatro del Pueblo. Yo iba siempre, me gustaba mucho. Mi hermano Emilio, preocupado por mi salud, le comentó mi situación al director, Leónidas Barletta. Este teatro gracias a él se convirtió en un centro de cultura muy grande. A mí me gustaba mucho el teatro polémico: se daban obras inéditas, con el escritor en la platea, y luego se discutía. Yo vi a Roberto Arlt, a Julio Cortázar, muchos escritores que venían. Se peleaban, gritaban y a mí me encantaba. Cuestión que Barletta me dijo un día: ‘Yo te voy a dar un consejo, hacé lo que quieras, a lo mejor te puede ir muy bien: estudiá baile’. Mi hermano me presentó así a un maestro, que fue uno de los primeros aquí en Buenos Aires: José de Cherpino. Él hacía los festivales de su estudio en el Teatro del Pueblo, así que me lo presentaron. El Maestro Cherpino me miró un poco y dijo: ‘Tengo que probarlo’. Me hizo saltar, me dijo que hiciera un changement de pie. Yo naturalmente saltaba muy alto. Después me pidió que realizara un jeté. Yo me tiraba nomás, no sabía hacerlo (risas). La cuestión es que el Maestro me dijo que fuera todos los días, a todas las clases, ya que tenía muchas condiciones. Y un día me presenté al Colón; pero al mismo tiempo que me presenté, yo seguía trabajando en la fábrica, porque no podía dejar eso si no tenía otra cosa. La [Margarita] Balman, cuando me vio, me echó en seguida (risas): ‘Yo quiero un ballerino’, decía. Me fui. Estaba todo el cuerpo de baile mirándome, una vergüenza. Volví a los seis, siete meses, de nuevo a probarme. Leónidas Barletta era amigo del director del Colón y le avisó que yo iba a ir de nuevo a probarme. No había varones, tampoco. Estaban desesperados.  De nuevo, la Balman gritaba, mientras se agarraba la cabeza, a una señora que tenía al lado: ‘Ma non, io vuolo un ballerino´. Pero ví que la señora se acercó a ella y yo escuché que le dijo: ‘No baila, pero va a bailar’. Esa mujer era la famosa Esmeé Bulnes, quien fue la maestra de Olga [Ferri].

R: Allí fueron los comienzos en el Teatro Colón: ¿cómo siguió su carrera a partir de entonces?

E: Entré al Teatro y a los 20 días estaba en el escenario en Chile. Yo era nuevo, no conocía a nadie y me peleé con los bailarines. Había algunos de esos que te cargan. El primer ballet como primera figura que bailé fue en el año ’44. Se llamaba ‘Cuentos de Abril’. Yo tenía el rol del Infante de Castilla. Me gustaba mucho el traje: tenía una capa de piel que me encantaba. Fue también el primer ballet que vi: cuando me propusieron ser bailarín de ballet, me fui al Colón a ver el espectáculo, porque yo no había visto nunca (risas). Lo estaba haciendo Michael Borovsky, que me encantó.

R: ¿Cómo recuerda sus años en el Colón?  

E: En el año ’44 me dieron este rol. Antes había hecho uno de solista, en reemplazo de Ángel Eleta. Viene la Bulnes y me dice: ‘Lommi, venga, no va a venir Eleta, ¿usted se sabe el rol?’. Y yo le digo: ‘Y bueno… si usted me da cinco minutos…’ (risas). Yo no estaba ni cambiado. Sabés que vinieron de la platea a preguntar quién era yo, porque les habían impactado mis saltos. Ahí empecé a tomar un lugar más preponderante. La Bulnes me dio a hacer el Infante de Asturias.

En el ’47, vino otra historia. A fines del año ’45 Evita Perón fue a Europa. Fue a España, a Francia y en París la invitaron a una función de ballet en la Opera Garnier y se quedó enloquecida. Cuando vino acá, le había quedado eso en la cabeza. Invitó a que viniera a Argentina la hermana de Franco. Ella vino con una comitiva de mujeres de alta alcurnia y Evita pidió al Secretario de Cultura de la Capital que las invitara a una función de ballet en el Colón. Ella, pensando que el Ballet de Colón era el Ballet de la Opera de París (risas). La cuestión es que estas mujeres de la comitiva, que eran bastante chusmas, se comentaban entre ellas que cómo el Ballet del Colón podía tener un cuerpo con mujeres de 60 años. En esa época eran muy mayores. Todo esto llegó a oídos de Evita y ahí agarró el teléfono para hablar con la gente de Cultura de la ciudad. Tres, cuatro meses después hubo llamado a concurso y a quienes estaban, los jubilaron de oficio. Así pusieron 50 personas estables. En ese momento –año ’47- fue que entró Olga [Ferri], Esmeralda [Agoglia], Adela Adamova y Alba Arnova, Víctor Moreno y yo. Entraron también Neglia y Truyol. No dieron ningún cargo de Primer Bailarín por concurso. Dos años más tarde, hubo concurso y lo gano yo, con Moreno. Luego él se fue y era el único yo. Pero nos daban el cargo sólo por dos años. Luego teníamos que concursar nuevamente. Olga, Esmeralda y yo revalidamos nuestro puesto ocho veces. Hasta que nos vinimos grandes.

R: Maestro, usted también fue Director del Ballet Estable del Teatro Colón…

E: Después, cuando se fue María Ruanova, me llamaron. Me instaron a ponerme al frente del cuerpo de baile. Yo no quería, a menos que fuera con otras personas, porque era mucha responsabilidad. Así, los invité a Truyol y a Olga para que dirigieran conmigo el cuerpo de baile del Teatro. Estuvimos un año y medio. Olga fue luego, mucho después, directora de todo lo que era ballet en el Teatro. Pero siempre nos dedicamos a nuestro estudio.

Su querida Olga se hace presente a cada paso en la conversación. Su recuerdo –teñido de admiración- brilla con un profundo amor en Enrique; se entrelaza instante a instante su vida artística y personal. Y nos cuenta anécdotas de sus batallas conjuntas, aquellas que siempre subyacen a quienes finalmente logran consagrarse a niveles tan imponentes: “Fue mucho sacrificio para nosotros. Cuando con Olga nos quisimos ir a Europa, era porque no ganábamos aquí lo suficiente. Estuvimos cuatro meses en París. Después nos fuimos a Alemania, y trabajamos con el Berliner Ballett; hicimos una gira por treinta y cinco ciudades, muy exitosa. Ahí fue que se enfermaron dos intérpretes y tuvieron que agregar algo al programa. Olga le dijo a Tatjana Gsovsky, la directora del ballet: ‘Yo puedo hacer ‘La muerte del cisne’, que me dicen que la hago bien’. Y tuvo más éxito que todo el programa. Gsovsky estaba furiosa, la felicitaba pero casi lloraba. Fuimos a la ciudad de Mannheim y bailó divinamente. Luego volvimos al programa original, pero tres o cuatro funciones bailó esa pieza. En esa ciudad un crítico alemán, famoso y viejito, escribió algo más o menos así: ‘Yo nunca estuve de acuerdo con que ninguna bailarina volviera a bailar ‘La muerte del cisne’ después de Pavlova, pero luego de la interpretación de esta bailarina, acepto que me equivoqué’.

El Maestro Lommi interpreta cada pasaje de su vida con una gracia contagiosa. Están ahí el bailarín, el actor, el pedagogo, el director, el amante del arte y, sobre todo, el adolescente que salvó su vida aprendiendo a bailar.

(*) Deseamos agradecer especialmente a Marisa Ferri por su enorme colaboración en la realización de esta emotiva entrevista con su tío, el gran bailarín Enrique Lommi.