Maestro de Maestros

Philip Beamish es uno de esos pocos Maestros con una “M” mayúscula. Maestro de Maestros. Y su magia es que así lo cree de cada quien se convierte en su alumno: no importa si es un estudiante, un amateur o una estrella de la danza, como Alina Cojoracu o Julio Bocca. Cada uno de ellos, cada estudiante, es […]

domingo, 24 de febrero de 2013 |

Philip Beamish es uno de esos pocos Maestros con una “M” mayúscula. Maestro de Maestros. Y su magia es que así lo cree de cada quien se convierte en su alumno: no importa si es un estudiante, un amateur o una estrella de la danza, como Alina Cojoracu o Julio Bocca. Cada uno de ellos, cada estudiante, es un maestro que debe enseñarse a sí mismo. Su intención: ofrecerles las herramientas para conocerse en cuerpo y mente, sacando lo mejor de sí mismos, artísticamente, físicamente. Para bailar, pensar. Ese es su secreto. Y así, todos podemos bailar.

Philip, oriundo de Australia, fue bailarín en el Teatro Alla Scala, el Ballet de Zurich, el Ballet de Carla Fracci, por nombrar algunos. Luego, según sus palabras, cuando se dio cuenta que la danza no lo quería dejar ir, se convirtió en uno de los pedagogos de la danza más importante de los últimos años. Fue el coach personal y regisseur de Alessandra Ferri durante 15 años y entrenó a centenar de estrellas mundiales, tales como Roberto Bolle, José Manuel Carreño, Tamara Rojo, Maximiliano Guerra, y trabajó con múltiples compañías, como el English National Ballet, Stuttgart Ballet, Australian Ballet, Teatro Colón, Ballet Argentino. Actualmente vive en México, donde trabaja con las compañías nacionales.

Philip nos recibe en Fábrica de Arte, donde vino a dar un seminario de danza clásica y barre á térre, con Patricia Baca Urquiza y Maximiliano Guerra sentados a su lado y una sonrisa franca, el cuerpo relajado, dispuesto a escuchar y conversar. En perfecto español.

Philip Beamish dando su seminario de danza clásica en Fábrica de Arte. Foto:Quesoidulce

¿Cómo cambia el trabajo con profesionales y amateurs?

Cambia y no cambia. Con los amateurs, estás dando un toque extra. La tarea es formar y en algunos casos, volver a hacer toda la formación física. Pero las dos cosas me gustan. Me gusta trabajar con chicos y también con gente establecida. Tal vez es más difícil con aquellos, porque tienes que pensar, analizar, cambiar cosas para ellos, para explicarles la mejor manera de hacer un paso, de llegar a un punto determinado.

¿Cómo fue el pasaje de ser intérprete a maestro?

El pasaje no fue premeditado. Yo, la verdad, dejé de bailar y quería hacer otras cosas. Estudié canto, porque siempre quise cantar. Me fascinaba e hice una audición para “Cats” y me dieron el papel principal. Nunca lo hice, porque me llevaron a ver la producción y no me gustó la obra (risas). Creo que influyó que, como estaba dejando de bailar, estaba en la típica crisis. Cuando dejas de bailar, te sientes como salido de un convento. Te cerraron la puerta atrás y tú estás ahí afuera, en el descampado. Hasta ese momento, toda tu vida, tus amigos, todos están en el teatro. Seguí estudiando canto, igual, y decidí estudiar acupuntura. El curso duraba cinco años, con un año en China. Habían cambiado los pre-requisitos de la escuela y no tenía las materias que se precisaban para entrar. Me hicieron un examen especial, estudié y me aceptaron. Pero tampoco hice eso, porque, a pesar de que me quería alejar de la danza, la danza no me dejaba ir. Me llamó un excompañero, un ecuatoriano, que me convocó a dirigir una compañía en Ecuador. Soy muy aventurero, así que acepté, pero le aclaré que no sabía nada de enseñar. Faltaban igual seis meses para comenzar la tarea, así que decidí hacer un tour con mis maestros favoritos por el mundo y fui anotando sus clases. Empecé así: tomando de ejemplo las clases de los maestros que me funcionaban. Luego uno va evolucionando, creando su propio método y técnica pedagógica, con la experiencia. Como la danza no me dejó ir, tuve que hacer algo con ella para siempre.

Ya que trabajaste con bailarines de tantas nacionalidades, ¿pensás que los bailarines argentinos tienen alguna especificidad propia?

Me recuerdan mucho a los australianos. Argentina me recuerda mucho a Australia, donde yo nací. Por empezar, el clima es idéntico. Nunca sabes lo que va a pasar en el día. Pueden hacer 40 grados y 12 en la noche. La vegetación es muy parecida. La gente, también lo es. Tal vez no físicamente, pero algo de la actitud sí lo es. Y los bailarines, también. Yo creo que tanto acá como allá pasó muy fuerte la impronta del “Ballets Russes”, en los años ’30 y ‘40. Entonces quedaron maestros míticos de esta escuela y formaron mucha gente. Hay como una base similar. Eso conformó la tradición de ballet en estos lugares. También, las dos tierras son muy aisladas geográficamente del resto del mundo, o sea, Europa o Estados Unidos, donde hay más oportunidades. En Argentina o Australia es más difícil dedicarse a bailar. Aquí tienen la escuela del Colón, que es prácticamente la única escuela oficial, y ahora en Australia tienen la escuela del Australian Ballet. Pero no hay mucho más; el resto son todas escuelas privadas. No es tan fácil como en Europa: no hay tantas escuelas, teatros, tantas posibilidades. Aquí hay que luchar y tienes que de verdad querer para poder bailar aquí, porque son muchas las dificultades. Poco el trabajo y muchas las dificultades. Y luego, para tener el dinero para salir del país, tienes que trabajar mucho. Son muchas cosas, ¿no? Lo que quiero decir es que la vida no es fácil, entonces uno necesita mucha garra para bailar. A veces en Europa es muy cómodo: tienen el físico, las oportunidades, las comodidades. Entonces uno se encuentra con bailarines que te dicen: “Ay, no me salió. Bueno, mañana”. Aquí, sin embargo, los chicos dicen: “Me tiene que salir. Me va a salir. Lo voy a hacer aunque muera en el intento”. Esta forma de ver las cosas va también con la interpretación. Y gozan de bailar, cuando lo logran. Hay que gozar de bailar; no se trata de ser un funcionario, como sucede en muchos teatros. Aquí en el Colón pareciera que hay algo de esto, pero todavía son artistas y les gusta hacer su labor. También conocí al Teatro Cervantes y al Teatro Argentino de La Plata y lo que me gustó es que todos querían estar en el escenario. Esto no es siempre así en Europa. Tienen un temperamento más frío, a veces.

De tu experiencia con bailarines tan grandes y en compañías tan importantes, ¿cómo ves el tema de la competencia en el mundo del ballet? ¿Has vivido situaciones de competencia voraz? Hace poco vivimos la situación de que le han quemado la cara con ácido al Director del Bolshoi, Sergei Filin.

No, a mí nunca me pasó algo así. Nunca me ha tocado estar en verdad en este tipo de ambiente. Creo que lo que sucede es que en teatros como el Bolshoi, la Scala, la Opera de Paris, el Colón, los bailarines tienen la estabilidad. Ellos están de por vida ahí adentro. Pasa que a un director quizás no le gustas y quizás, al anterior sí. Y funciona así, un poco de modo dictatorial. Y lo tienes que vivir así. En una compañía normal, con un contrato determinado de un año, es muy claro. Te va bien o no te va bien, sigues o no de acuerdo al contrato. Si tú no estás feliz, mejor buscar un trabajo en un lugar donde estés mejor. Pero en esos teatros, los artistas están de por vida y no pueden o quieren irse. Entonces, hay más intrigas. No es competencia sana. Entonces, algunos bailarines creen que para mejorar su situación, es necesario cambiar al director “por el bien de la compañía”, pero en verdad se trata de un interés personal. Lavan el cerebro de todos los demás. Yo he visto esto, pero no lo he vivido en carne propia y con la gente que ha trabajado conmigo. Por otra parte, la competencia al nivel de Julio (Bocca), de Alessandra (Ferri) no existe, yo nunca vi mala onda. Cada uno tiene su carrera y son muy seguros de lo que quieren y cómo están. Entonces no hay problema: yo nunca vi maldad entre gente así. Al contrario, llegan a una clase y se ayudan con el papel, se aconsejan, se dicen: “Mira, vas a tener problemas aquí, pero yo lo resolví de tal forma”. Hay solidaridad entre ellos.

De Maestro a Maestro: Philip Beamish da clase a un grande: Maximiliano Guerra. Foto: Quesoidulce

Hablemos de Alessandra Ferri… ¿Cómo fue el trabajo con ella durante 15 años? ¿Cómo es trabajar con una de las bailarinas, sino la más, impecable desde lo emocional, lo artístico, lo técnico?

Bueno, impecable para ustedes como público (risas). Ella para sí misma, no. Por eso yo estaba con ella: no era para decirle que todo estaba lindo. Ella hacía el paso y me preguntaba: “¿Cómo fue?”. “Yyy…”, le respondía yo (risas). Yo estaba ahí para mejorar la situación. Uno alcanza el nivel, no es que llega y se queda ahí: uno tiene que trabajar cada día más para mantener un nivel y también mejorar. No es que llegaste y ya llegaste, y listo. Eso no existe. Mi relación con ella y su familia es que somos amigos, ¿no? Hemos pasado muchas cosas juntos, lo malo y lo bueno. Hemos ido superando situaciones y nos entendimos.

¿Cómo la definirías a ella como artista?

Ella es sublime. Es una artista de hoy. Siempre transmite. La técnica para ella es un vehículo de la expresión.

Su expresividad es inigualable. Si hace “Giselle”, uno ve y siente la locura. La danza verdaderamente se convierte en un instrumento para contar algo más, una historia de desamor en ese caso. Alessandra parece que bailara de la misma forma en que nosotros caminamos o respiramos. Otros bailarines parecen más centrados en bailar y justamente por eso, ese bailar roza una omnipresencia desde los arquetipos que resulta un poco artificial.

Es que los enseñan así. Que insisten los maestros en la manito de una manera, el ojo de otra manera. “Miras aquí y luego miras aquí”. Todo bien coreografiado, que no te puedes salir de la estructura. Creo que no les dan espacio para que ellos pongan lo suyo.

¿Hay algo en Alessandra de su temperamento que la haya llevado a desafiar estructuras? Yo siento que ella representa algo así como un cambio de paradigma para la danza clásica femenina.

Bueno, ella piensa mucho. No es que iba a ensayar y se terminaba el asunto. Ella estaba pensando todo el tiempo cómo interpretar. Hay también una cosa natural en ella: esa cosa de dejarse ir, que sale como sale de sus sentimientos. Ensayar cada papel desde cómo ella lo siente y elaborar desde allí los personajes. Iba probando qué movimientos decían mejor lo que quería decir. Probaba de una forma, veíamos si funcionaba. Luego de otra. Ella traía su propuesta y me decía: “Para esta parte, pensé hacer así y así” (Philip mueve los brazos para ejemplificar) y bueno, íbamos mejorando. De repente, le decía mi propuesta: “Prueba así y así, mejor, porque sino queda poco orgánico”. Con ella, rinde el ballet más natural, no acartonado. No sé si hubiera funcionado decirle a Alessandra lo que tenía que hacer. Igual no lo hubiera hecho (risas). Es como la ópera con María Callas. Si uno escucha una grabación, uno puede pensar: “Ay pero qué fea se escucha la voz aquí”. Pero ella respondería: “Sí, se escucha fea porque soy Lady Macbeth. La voz no tiene que ser bonita. Tiene que representar otra cosa”. Así piensa el ballet Alessandra.

Paso a paso. Philip afirma que es más importante ser un bailarín atento y pensante, que tener mejores condiciones físicas. Foto: Quesoidulce

¿Cómo surgió tu técnica, Bodymind Balancing? ¿De qué se trata?

Empecé a experimentar sobre mi cuerpo. Yo trabajé con un osteópata muy amigo mío y siempre indagaba con él, preguntándole por qué pasaban ciertas lesiones y cómo podemos hacer para que los movimientos rindan más y los bailarines se lastimen menos. También fui observando mucho, tratando de ver por qué funcionaba cierto movimiento técnico que unos hacían y no funcionaba otro. Descubrí que había muchos factores. También factores musicales. Experimentando con todas estas cosas, encontré un sistema, un mapa del cuerpo. Todo cae en este mapa: cómo colocas tus pies, tus caderas, tu cuello. Anatómicamente tiene que estar todo exactamente de una determinada forma, que yo enseño a lograr, y el paso va a salir. La técnica termina saliendo. El cuerpo está balanceado. Trabajamos fundamentalmente sobre la estructura ósea: colocando huesos. No trabajando tanto los músculos.

¿Notaste mucha mejoría cuando enseñaste a los bailarines la colocación del cuerpo?

Es inmediato el resultado, si los bailarines van pensando lo que van aprendiendo. Tienen que tener disposición para aprender. Bailarines como Maximiliano (Guerra), Alessandra (Ferri), que nunca dejan de aprender, reciben y piensan. Y mejoran siempre.

¿Cómo ves la evolución del ballet, en un momento tan complicado para las artes en los países centrales?

Están quitando muchos subsidios, inclusive en Alemania, incluso en las compañías más ricas, como es Stuttgart. Igual yo veo que no decrece el interés. Hay muchísimo público para el ballet. Y hoy hay gran demanda de danza masculina. Antes las chicas tenían más atención: ahora el varón tiene un protagonismo importantísimo. En mi época, tres piruetas y un tourneé y listo, conseguías con contrato. Hoy no, el nivel técnico de los varones es impresionante y ha aumentado la cantidad, también, de bailarines. ¡La mayoría de los premios en Lausanne fueron para varones!

¿Por qué pensás que es importante bailar? Para cualquier persona.

Bailar es algo muy espiritual. En todas las religiones rituales antiguas, siempre hubo danza. La Iglesia católica luego prohibió cantar y bailar: el rito se convirtió en algo racional. Bailar se había convertido en un pecado. De hecho, la cantante Cecilia Bartoli tiene un álbum dedicado a la opera prohibida. Creo que bailar es algo natural y conectado con lo espiritual que cada uno trae.

Y vos… ¿por qué elegiste la danza? ¿Cómo llegó la danza a tu vida?

No estaba en mi familia. Para nada, al contrario. Toda la parte de mi padre y mis tíos eran todos deportistas; de chico tenía que jugar diferentes deportes para hacer feliz a mi padre. Pero llegué a la adolescencia y ya estaba cansado. Dije: “No me gusta y no lo voy a hacer”. Mi prima, que tiene seis años más que yo y era como mi hermana, tenía su mejor amiga que era bailarina. Un día me invitó a verla bailar. Era la primera vez que veía algo así. Me quedé impresionado. Luego me llevó a ver una película; esta fue la locura para mí. Ya no me pudieron controlar. “El lago de los cisnes”, con Maya Plisetskaya. Esta película cambió mi vida. Entonces, la amiga de mi prima me comenzó a dar clases los sábados en su casa. Yo tenía 15 años. Mis padres no querían, así que tomaba una sola clase por semana. Luego, a los 18, encontré una ex primera bailarina que daba clases e hice con ella un curso de verano. Pasé de una clase a la semana a cuatro horas diarias (risas).

Evidentemente tenías muchas condiciones físicas…

No, no tenía condiciones físicas. Cero. Soy todo construido, creado. Lo que sí tenía natural era un buen salto, pero nada más. Ni pies, ni dehórs, ni nada.

Pasión: "Uno enseña a sus alumnos a ser maestros". Foto: Quesoidulce

Hay algo que me inquieta de eso: siempre se juzga a los aspirantes respecto de sus “condiciones naturales”…

Yo empecé y ni entendía qué pasaba. Como venía de un mundo totalmente distinto, yo pensaba que todo el mundo era igual y que simplemente, el que quería hacer eso, estudiaba y lo hacía. Creía que todo el mundo podía bailar, yo incluido. Claro, igualmente se corría eso: los maestros prestaban atención sólo a la gente con condiciones. Yo veía eso, pero no entendía bien la lógica. Yo veía que había uno que se le subía la pierna acá (se toca la oreja) y yo no; y me preguntaba: “¿Por qué?”. Así que trabajaba para hacerlo, para mejorar. Las grandes escuelas son así. En Rusia, por ejemplo, sobrevive quien sobrevive. Sólo los que consideran “con condiciones”, si es que se puede llamar así, porque a veces es una brutalidad lo que hacen a los cuerpos. Esta Maestra que yo tenía al principio, y yo veía tan magnífica, ella me contaba que ella misma no había sido así siempre, sino que había creado todo. Hoy en día lo puedo creer. Ella me dio esperanza. Otros, no. (risas) Por eso me gusta enseñar. Si me dejas ayudarte y me escuchas, estoy seguro de que puedes lograr lo que quieras. Si piensas, eso es lo número uno, más que el físico.

O sea que un bailarín inteligente, que escucha y piensa es más valioso que uno que se considera que haya nacido con “lo que hay que tener”…

Para llegar lejos, sí.

¿Algún consejo que te hayan dado a vos, que te haya servido mucho?

Como maestro, sí. Violette Verdy, la famosa bailarina francesa de Balanchine. Estaba en una compañía con ella y todo el mundo iba a su clase. Yo tenía como seis personas nada más, en mi clase. Y una vez ella no tenía que dictar la suya, y vino a la mía, a ver. Le fascinó. Ella me dijo que le encantó, que entendía lo que quería hacer. Me invitó a cenar en la noche. Y me dijo: “Mira, tú me ves aquí con 50 personas en una clase. Tú tienes seis. Eso no importa. Es lo que logres a través de esas personas. De mis 50, tal vez yo voy a llegar a dos. Tú tienes seis, pero están ahí porque quieren estar ahí. Y tú vas a llegar a cambiarle la vida a las seis personas”. Ella es muy espiritual. Y me dijo: “No es la cantidad de alumnos que tienes lo que importa, sino los maestros que estás creando”. No sólo uno tiene alumnos, sino que crea maestros. Esto me quedó marcado a fuego. Es también mi manera de vivir las cosas, porque soy muy particular y me gusta enseñarle a la gente a pensar su propio kitCuando no estás conmigo, te puedes manejar con otros maestros y analizar por qué algo no te está funcionando o no te está saliendo. Me gusta enseñarle a la persona, no sólo a bailar, sino también a poder enseñar realmente. No separar ambas cosas. No es que uno es bailarín y luego se convierte en maestro. No, pasa todo junto. Inicialmente, uno se enseña a sí mismo.

 

Por María José Lavandera

 

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