Vida y obra, agitadas y revueltas

«Recordar 30 años para vivir 65 minutos» es una obra autobiográfica, plurilingüe y huracanada que Marina Otero creó a lo largo de años y recrea cada viernes de marzo a las 19.30 hs. en el Centro Cultural Matienzo.

jueves, 09 de julio de 2015 | Por María José Rubin

«(…) una escritura que, a fuerza de no pretender ser literaria, | produce el más literario de los efectos, |“el efecto de ‘otra’ literatura”«. Alberto Giordano, El giro autobiográfico

La cerradura pintada

Una extraña magia hace que Marina Otero no se rompa. Sin importar con cuánta fuerza parezca que se golpea, nunca sangra. Quizás a su cuerpo, en ese momento, no le duela, pero a los que la vemos se nos parte el alma. Marina no se rompe aunque se desnude el cuerpo y se presente en primera persona. Ella dice estar hablando de sí misma y parece que lo único importante es llegar a casa para googlear cuánto de lo que nos cuenta es verdad, pero la Marina que tenemos adelante en realidad es un personaje y, como tal, juega a abrirse las costuras de la piel para mostrar algo más, algo que estaría detrás, algo que sería una persona que interpreta y que podemos espiar en Internet, y sin embargo permanece personaje hasta el final.

No podemos googlear a Marina personaje porque ella solo vive en la obra. A la otra Marina, la creadora e intérprete, sí podemos investigarla desde la comodidad de la computadora hogareña, pero eso no nos hará saber más sobre el personaje, que se desintegra cuando suena el primer aplauso. Todo lo que podemos saber de Marina personaje está ahí, en la escena, y una buena parte en nuestra cabeza. Sus amagues de querer mostrarnos más, sus promesas de una verdad ulterior, son vericuetos retóricos: es la primera persona que usa para hablar, es el golpe que se da contra el piso, es el registro de la confesión en su discurso, es la imagen de sí misma en el fondo, hecha escenografía. Claro, todo eso condiciona la percepción de la obra, pero pertenece a ella –la obra– y nunca nos deja ver, aunque parezca que sí, la vida real, que transcurre en otro plano (en minutos y espacios de otra materialidad), inaccesible a través de los ojos de cerradura que Marina personaje nos ofrece para jugar a ver más allá.

Una extraña magia hace que Marina no se rompa; esa magia es la obra.

Recordar 30 años para vivir 65 minutos // Trailer #1 from Marina Otero on Vimeo.

Los 65 minutos

Además de una invitación a ejercitar la mente, Recordar 30 años para vivir 65 minutos es un huracán plurilingüe que corre por el cuerpo: hay texto dramático, hay danza, hay proyecciones audiovisuales, hay elementos que cruzan la línea invisible entre la escena y el público, todo orquestado por una sola voz que encarna un personaje, que a veces también encarna un personaje (sí, la cosa es recursiva). A la vez que, por autobiográfica, la obra señala a su protagonista como una semilla extranjera del relato (una que viviría por fuera de su territorio), también se señala a sí misma: ¿y si lo que cuenta es inventado? ¿Y si la obra no existiese? ¿A alguien le importa su existencia? Montada en un torbellino de cuestionamiento constante, no pierde, sin embargo, su capacidad de ser. Se mira el ombligo, sí, y nos lo muestra bien, pero no se conforma con hacerlo público y se dedica a extraer de ahí una cantidad de materiales que se adivinan infinitos en número y variedad.

El humor atraviesa la obra con esa mezcla de amargura con la que suele atravesar la vida. La muerte sobrevuela. Un personaje que quiere descoserse, una obra que pretende que no le creamos, una ficción que se declara autobiográfica y una autobiografía que nos pone en sobre aviso de que quizás sea ficción: no habría paz en el escenario de no ser por esos otros momentos de una belleza serena, de una sinceridad conciliatoria en los que solo oímos una confesión o vemos un movimiento franco, desinteresado –aunque no por eso menos sembrado de recursividad–, un giro blanco de Marina proyectada sobre el vestido de Marina recortado contra la proyección que la desborda, y que trae a la escena un instante de plena contemplación y encanto.

Recordar 30 años para vivir 65 minutos // Trailer #3 from Marina Otero on Vimeo.

Los 30 años

Mariana persona ceba unos mates y pongo el celular a grabar. Lo pongo medio lejos porque las dos nos confesamos torpes. Así arranca mi registro, con una confesión mutua, muy a tono con el tema en cuestión. Lo más urgente que tengo en la cabeza para preguntarle es qué clase de persona requiere hacer una obra como Recordar…, pero temo que suene mal, así que le digo:

R: Contános un poco sobre tus estudios, ¿en qué disciplinas te formaste?

MO: Mi formación es muy ecléctica. Empecé a tomar clases de danza muy chiquita, porque mi madre era bailarina y yo la acompañaba. A los 19 años, cuando había empezado el CBC de Antropología, me di cuenta de que quería bailar. Fui a la escuela Arte XXI de Oscar Aráiz, hice los tres años de formación y en el último empecé danza-teatro en el IUNA, donde también entré a la compañía. Después empecé a tomar clases de teatro en el Sportivo Teatral.

Pero no me hallaba en ningún lado, me aburría, entonces estudié independientemente con diferentes maestros de composición: Diana Szeinblum, Luis Biasotto de Grupo Krapp; hice muchos cursos. Y estudié teatro con Mirta Bogdasarian, Bernardo Cappa y María Onetto, que venían de la escuela de Bartis. También hice un taller de escritura con Pablo Ramos.

Foto: Andrés Manrique.

Foto: Andrés Manrique.

 R: Otras obras con títulos similares antecedieron a la actual, ¿cómo fue la evolución entre ellas  y qué lugar ocupa Recordar… en tu carrera?

MO: Fue un proceso muy largo. Al tiempo que me formaba con estas personas, en 2008, empecé a trabajar en un solo. Me encerraba en salas a ver qué me pasaba y apareció la idea de hacer una obra autobiográfica, quería hablar de eso que me pasaba.

(Mientras me cuenta esto, tomo nota de unas imágenes en mi cuaderno: Marina sentada en una sala de ensayos, con espejos por delante y por detrás, reflejada infinitamente, da a luz a este personaje que no deja de mirarse; Marina ejecutando un movimiento cartesiano de instauración del yo; Marina con la estufa de Descartes, quieta y sola en pleno invierno, estrechando manos con el genio maligno. Espero poder poner algo de eso en la nota, pero no cabe en ningún lado y queda abandonado en el cuaderno.)

Armé un esqueleto de obra y después de dos años la mostré a algunas personas y me sentí mal de hablar de mí, así que abandoné. Entonces aparece la idea del personaje Andrea, de la novela de Pablo Ramos. Con eso hice un unipersonal al que se sumó Juan Pablo Gómez como supervisor de dirección y colaboró con la dramaturgia. Hice diez funciones de Andrea pero no pude seguir. Estaba muy expuesta yo en relación con el tema de la obra y lo que me provocaba.

Un año después, con todo el material que había creado a lo largo de este tiempo, presenté una performance que se llamaba Recordar 28 años para vivir 50 minutos: tiraba un dado, con el número que sacaba elegía la cantidad de materiales que tenía en la computadora (video, textos, poemas) y sobre eso hacía una composición instantánea en vivo. Esa fue la primera versión de esto, a la cual vino Juan Pablo Gómez y me recomendó que hiciera una obra entre Andrea y esta performance, y empezó a trabajar como director de Recordar….

En el medio, presenté otra performance, Recordar 29 años para bailar 22 minutos, para un ciclo de danza, donde solo ponía material de video y bailaba sobre eso, improvisaba. Algunas cosas que probé terminaron siendo parte de la obra actual, pero se fue transformando mucho. Al final de esos intentos y performance que se fueron reinventando decidí que había que hacer una obra.

Foto: Andrés Manrique.

Foto: Andrés Manrique.

R: ¿Cómo va surgiendo el material tan variado que compone Recordar…? ¿Nace espontáneamente, dedicás un momento específicamente a eso, te autoimponés un tiempo para la creación?

MO: Siempre traté de darme espacio para trabajar en eso, pero hay otra parte de mí que tiene que ver con lo inmediato y lo intuitivo; especialmente con los textos: cuando necesito escribir, escribo. El movimiento también tiene que ver mucho con eso, con lo que fue pasando, descubrimientos en la sala de ensayo, probar imágenes sobre los recuerdos, los sueños.

R: Da la sensación de que es un material infinito, que si no cerraras en algún punto la obra seguiría por siempre y cualquier elemento podría ser parte de ella, ¿cómo trazás sus fronteras?

MO: Es lo más complejo, porque a mí me interesa trabajar con lo inmediato, lo que sucede y se pierde todo el tiempo, el tránsito, pero a la vez algo que se instala y se fija es importante. Ahí es donde apareció Juan Pablo Gómez, que me ayudó mucho en esto y desde el primer día me dijo “hay que fijar el texto”. Eso es súper importante: más allá de que me vaya reinventando siempre en presente, el texto, una vez que llega a un punto de crecimiento, se instala. Eso hace que, aunque uno evolucione, pueda concentrarse en un personaje. De hecho, Recordar… tiene mucho de mi pasado y el hecho de fijar el texto hace que tenga que meterme en ese personaje.

Foto: Andrés Manrique.

Foto: Andrés Manrique.

R: Además de este desafío en el aspecto creativo, ¿qué otros desafíos te propone la interpretación?

MO: Hablar durante una hora y media, acordarme los textos y no trastabillar por incomodidad o miedo, y que me deje de importar la mirada de afuera. Estar presente también es un desafío, estar justa, no pasarme; si bien hay cosas del pasado, no forzar ciertos momentos porque son viejos ni abandonarlos porque ya no me pertenecen.

R: Estás a punto de dictar un laboratorio de investigación que tiene un nombre muy sugerente respecto de la obra: “Persona-Personaje”. ¿De qué se trata y cómo se relaciona con tu propio proceso creativo?

MO: Es muy particular porque tiene que ver no solo con una investigación del grupo que forme parte, sino también conmigo misma. Empezó siendo un taller que propuse hace dos años para poner en funcionamiento con otros la experimentación que había hecho. El año pasado lo propuse como laboratorio abierto. Más allá de que tiene una forma general, se reinventa dependiendo de cada grupo. La estructura es entrenar desde el cuerpo hacia los textos y la performance, y desde la persona hacia la composición de un personaje. Me interesa distanciarme de la persona y buscar un personaje para proteger la ficción –en el sentido de que si se vuelve muy personal y catártico es muy difícil de comunicar a otro– y también proteger a la persona de lo complejo que es hablar de uno.

Me interesa ese lugar límite entre ficción y realidad: aunque hable de mí misma en una escena, siempre va a ser ficción, y también tiene que ver con la pregunta “¿quién soy yo?”, porque para diferentes personas soy de distinta manera. Entonces la propuesta es jugar con esos “yoes” y perderse hasta armar un personaje. Desde ahí partimos, un grupo de personas que se encuentra para trabajar algo puntual, pero después no sé por dónde va a ir el viaje de cada uno; cada persona va a ir por donde quiera y pueda y yo veo de qué manera acompaño con esa propuesta. Siempre aclaro que esto es una investigación para mí también. Me parece que lo rico es la búsqueda, el proceso, más allá de que también es necesaria una experiencia tangible con otro, ya sea como performance o prueba escénica.

Foto: Andrés Manrique.

Foto: Andrés Manrique.

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Fin de la entrevista. Ya pregunté todo lo que quería saber (o eso pienso en este momento) y arribo a la incómoda situación de tener que decirle al que está en frente que ya agoté su valor de entrevistado. Volvemos a ser dos desconocidas en una habitación, y yo siempre en desventaja porque admiro su trabajo. Ultimamos algunos detalles, nos despedimos y estoy de vuelta en la calle. Voy a tomar el subte (que es más caro, pero tengo calor y esperar a la sombra vale el peso extra) con la pregunta de siempre dándome vueltas: ¿qué se supone que diga sobre una obra (sobre esta y sobre todas las otras)? ¿Qué es útil? ¿Qué es interesante? ¿Sirve de algo que escriba? ¿Qué pasaría si no escribiera? Y la verdad es que no tengo idea.