El lamento con forma de dolor: «Stabat Mater» de Damián Malvaci

Por Ignacio González “¿Para qué hacer una crítica de una obra excelente si el público, por el momento,  no tiene la posibilidad de verla? ¿Para quién debería escribirla? ¿Para qué publicarla?” Esos interrogantes circulaban por mi mente en junio pasado, cuando luego de ver Stabat Mater en el Festival Rojas Danza 2013, tuve la necesidad […]

jueves, 17 de octubre de 2013 |

Por Ignacio González

¿Para qué hacer una crítica de una obra excelente si el público, por el momento,  no tiene la posibilidad de verla? ¿Para quién debería escribirla? ¿Para qué publicarla?” Esos interrogantes circulaban por mi mente en junio pasado, cuando luego de ver Stabat Mater en el Festival Rojas Danza 2013, tuve la necesidad de sentarme a escribir. Pero esas preguntas que asomaban con la malicia de la objeción a una afirmación aún no pronunciada, reconocían en sí mismos mis propios presupuestos.  La salida, en ese momento, me la mostró  la obra misma: escribe, aunque sea, para lamentarlo.

STABAT MATER

Rafael Fernández de Larrinoa en un artículo publicado para la revista Audio Clásica en 2010, comenta que fue a partir del Concilio de Éfeso, en el año 431, cuando se comenzó a reafirmar la importancia de la Madre de Dios, que “acabaría por encumbrarla como Reina de los Cielos y la convertiría en la fémina más reverenciada, no ya del panteón cristiano, sino del conjunto de las religiones abrahámicas” (Larrinoa 2010: 65). Pasarán un par de siglos para que la coronada Reina de los Cielos se transforme en la virgen de los humildes, mater dolorosa.  La dudosa autoría del Stabat Mater, corresponde al siglo XIII, y su empleo documentado a fines del siglo XIV. Desde allí, la enorme difusión internacional gracias al hecho de estar escrito en latín y a lo emotivo de su asunto, lo convirtió en uno de los textos religiosos más frecuentados por los compositores en ocho siglos de historia.

Foto: Alejandra del Castello.

Foto: Palitos Chinos Photography.

Pero, ¿por qué llevar al escenario, a la danza, una lauda espirituale, una plegaria cantada?

En unos apuntes para una intervención en el seminario internacional “Memorias y re-presentaciones” organizado por Yuyachkani y CIELA en Perú, el teórico español José A. Sánchez, menciona que “el cristianismo se opuso desde muy pronto al antropocentrismo de la cultura antigua. Eliminó la representación de los cuerpos y absolutizó el cuerpo humano en la imagen de Jesús.” (Sánchez 2011: s/p)

En este proceso de transferencia simbólica, de lo singular a lo absoluto, los cuerpos ceden sus derechos de representarse a sí mismos. Pierden. Siempre hay una pérdida en toda representación. Y toda pérdida, en mayor o menor sentido, es dolorosa.

A diferencia del cuerpo absoluto de Jesús, que es un cuerpo joven, bello, blanco y masculino,  Sánchez menciona que María es sólo mirada y dolor. La idea del dolor suplanta su cuerpo, y por ende, incluso su sexualidad.

Foto: Alejandra del Castello.

Foto: Alejandra del Castello.

Stabat Mater, de Damián Malvacio, inicia en una atmósfera mítica, religiosa, sagrada. El humo se encarga de generarla y de unir el espacio reservado al público con el de los bailarines profesionales. Pero la pieza se desarrolla en una escena despojada y oscura.  Sólo un gran recipiente en medio del escenario contiene un cuerpo masculino, de espaldas.  Símbolo de la fecundidad y de lo femenino, el recipiente estará presente en varios momentos de la obra. Limpiar, purificar, bañar ese cuerpo desnudo “masculino, joven, blanco y bello” será la primera acción de la única bailarina, al ingresar a escena.  Con la presencia de dos excelentes cantantes líricos (Cecilia Arroyo, Damián Ramírez), acompañados de una orquesta en vivo dirigida por Andrés Gerszenzon, el Stabat Mater de Pergolesi comienza a escucharse en todo su dolor. La presencia de los cantantes aparecerá de las sombras, y muchas veces permanecerá allí, ausentando el cuerpo y contribuyendo a la potencia del canto. El cuerpo es el territorio de los bailarines, cuyas figuras y danzas remiten en varios momentos al mundo griego antiguo, tanto por la complexión física de jóvenes  adultos  (que podemos observar inmortalizados en la estatuaria griega) como por ciertos momentos que remiten a lo que podría ser una  lucha  grecorromana estilizada (entendida como uno de los deportes más antiguos). También la idea del destino y la muerte es muy fuerte a lo largo de la obra, especialmente en una secuencia donde los bailarines se desplazan en fila en un recorrido circular, inevitable, dejándose caer desde un banco -llegado el caso- para incorporarse nuevamente a un recorrido que se repite.

Lo interesante de la pieza, es que propone un acercamiento al Stabat Mater sin necesidad de entender el canto, ni redundar en su ilustración. Parecen dos obras separadas por su alto grado de autonomía (el canto lírico, la orquesta, el Stabat Mater por un lado, y la danza, los cuerpos, por el otro) pero que sin embargo se van imbricando recíprocamente y potenciando en el tiempo. Así la música, el canto de dolor, se inscribe en el cuerpo. Construyendo interesantes metáforas e imágenes pregnantes, Damián Malvacio logra composiciones de gran calidad visual.

Foto: Alejandra del Castello.

Foto: Alejandra del Castello.

La diferencia numérica entre hombres y mujeres marca fuertemente que el mundo femenino es limitado. Coreográficamente está señalado en el solo de la bailarina, y en los momentos que, incluso, ella está de pie sobre los bordes mismos del recipiente jugando con los límites de lo femenino y, por qué no también, de la maternidad (recipiente como metáfora uterina, de la matriz, del origen).  La interesante composición visual podemos observarla  en la distribución de los cuerpos masculinos en el espacio cuando ella baila su solo, o cuando enlaza con cinta adhesiva a uno de los bailarines mientras otro, en suspenso, oscila entre caerse y no caerse. Patrón que repetirán varios bailarines (sujetar-soltar), como así también ciertos movimientos contorcidos que marcarán aún más ese dolor inscripto en el cuerpo, y la inestabilidad. Porque la cuestión de lo tolerable, también se marca en este sentido. El espectador participa con su mirada, observa cómo la cinta ajusta fuertemente el abdomen de uno de los bailarines, cómo se golpean algunos cuerpos al ser soltados, o cómo es “tironeado” un bailarín tomado por sus piernas y brazos por otros cuatro (remitiendo a un desmembramiento como práctica de tortura, cuyo ejemplo histórico puede ser Tupac Amaru). El juego entre lo tolerable y lo intolerable pareciera estar dado por la duración, la repetición del gesto de rodear un cuerpo con cinta, ya que en tanto cuerpo no representa otro: “los cuerpos no se pueden representar. Los cuerpos son su representación” (Sánchez 2011: s/p)

La metáfora del cuerpo como prisión del alma podemos observarla en este cuerpo envuelto en cinta adhesiva -como mencionábamos más arriba- o en otro bailarín también pegado a la pared -literalmente- por un compañero. La misma cinta lo fija a la pared de la cual no puede salir incluso llegado el “Amén” final, que lo sentencia.

En este sentido, la obra lo que hace es de alguna manera recuperar el cuerpo que se representa a sí mismo. El cuerpo del dolor. Recurriendo a cierto imaginario greco-romano, unido a una de las más famosas plegarias franciscanas, un eterno lamento recorre el sonido, y un dolor  -en general metaforizado-  el movimiento.  Es un lamento con forma de dolor. Una pérdida que el espectador comparte (en la historia de nuestro país: la tortura, muerte y desaparición del cuerpo,  los 30.000; y el dolor y resistencia de una madre, son las Madres, por antonomasia).   No quiero decir que la obra da cuenta de eso, sino que es muy difícil no dejar de tener en la mente una historia que nos atraviesa. Podemos pensar el plano sonoro como la voz del lamento, y el movimiento como el dolor por los 30.000. En esta cifra, precisamente, se presenta  el problema de la representación de los cuerpos, a la vez que el dolor mismo.

Foto: Alejandra del Castello.

Foto: Alejandra del Castello.

Lo que hace la obra, es singularizar cada uno de los cuerpos en tanto cuerpos. Stabat Mater  da cuenta que, literalmente, estaba.  Y un cuerpo está o no está, se juega en su presencia. Pero también, podemos interpretar otras cuestiones .Siguiendo una lógica representativa, podríamos pensar que si el nombre de la pieza remite a María, mater dolorosa, la única  bailarina en escena ocuparía ese lugar. Pero no nos interesa esta idea, porque sería precisamente enmascarar, reducir la pieza a una ilustración. A una representación del cuerpo.

Lo que podemos decir es que la obra de Damián Malvacio recupera, de alguna manera, el cuerpo que se representa a sí mismo en la presencia de su dolor, en la actualización del lamento, y por eso gana. A diferencia del lector que, si no la vio, entonces pierde por segunda vez – aunque al menos, esta segunda vez, con una idea de lo que perdió-.

Y eso también sería una lástima, como quien dice.

Referencias

Fernández de Larrinoa, R. 2010, “El llanto de la madre. Ocho siglos de Stabat Mater”, Audio Clásica, n° 154, Madrid, pp. 65-73.

Sánchez, José A. 2011, “¿Quién tiene miedo de la representación?”, en: http://joseasanchez.arte-a.org/node/818

CUÁNDO Y DÓNDE

Stabat Mater

Jueves  17, 24 y 31 | 21 hs
Centro Cultural Ricardo Rojas (Av. Corrientes 2038) – Sala Batato Barea | Entrada $20

(…)¿Quién no se entristecería
ver a la Madre contemplando
su doliente Hijo?
Madre, fuente de amor,
hazme sentir tu dolor,
contigo quiero llorar (…)
«Stabat Mater» (Fragmento)

FICHA TÉCNICA: Música: Giovanni Batista Pergolesi / Coreografía y Dirección general: Damián Malvacio/ Bailarines: Andrés Rosso, Mauro Cacciatore, Joaquín Toloza, Matías González Gava, Sofía Sciaratta, Federico Acquistapace / Violines: Agostina Sémpolis, Inna Bykovan / Viola: Marina Torres / Órgano: Lorena Torales / Vestuario: Melisa Guerrero / Diseño Gráfico: Nacho Garcia Liziero/Solistas del Coro y Orquesta de la Universidad de Buenos Aires. Dirección: Andrés Gerszenzon/Cecilia Arroyo (soprano) / Damián Ramírez (alto).